miércoles, 8 de octubre de 2014

EN BUSCA DEL SILVA PERDIDO - GABRIEL GARCÍA MARQUEZ

Después de ciento dieciocho mil doscientos cincuenta días he vuelto a leer De sobremesa, con motivo de los cien años de la muerte de Silva, y no creo que deba esperar otros cincuenta para tratar de responderme lo que pienso. Mi temor esta vez al contrario de la primera era no ser ya tan inocente como para ser justo. He repetido mucho que los novelistas no leemos solo por placer sino por la curiosidad malsana de saber cómo están escritas las novelas de los otros.

Aun si uno no se lo propone, cada paso cedemos a la tentación de voltear la página al revés para ver cómo está escrita, y desatornillar diálogos, situaciones, caracteres hasta desentrañar su mecánica secreta. No hay otro método para aprender a escribir novelas, pero lo malo es que uno termina por no saber leer de otro modo. Y de ese modo sanguinario, para bien o para mal, he vuelto a leer De sobremesa, no solo con el corazón, que es como deben leerse los autores que uno quiere, sino con el destornillador en la mano.
No me he demorado mucho en preguntarme si es o no una novela. El propio Silva contribuye a las dudas con una frase de su libro: En manos de los maestros, la novela y la crítica son medios de presentar al público los aterradores problemas de la responsabilidad humana y de discriminar psicológicamente sus complicaciones: ya el lector no pide al libro que lo divierta sino que lo haga pensar y ver el misterio oculto en cada partícula del Gran Todo . Esta frase explica quizás una intención de su propia novela, pero esta no la logra, por fortuna. Lope de Vega, maestro en todos los géneros de su tiempo, era más práctico: Yo he pensado que tienen las novelas los mismos preceptos que las comedias, cuyo fin es haber dado su autor contento y gusto al pueblo, aunque se ahorque el arte . Tal vez lo dijo por las novelas de caballería, que eran el furor de su tiempo, y de las cuales tenían los artistas las mismas opiniones y reticencias intelectuales que se tienen hoy de las telenovelas. Sin embargo, muchas obras que él mismo vendió como novelas eran potajes mal cocidos de la cocina popular: historias reales o imaginarias con personajes verdaderos o fingidos, revueltos con autos sacramentales, pasajes de la Historia Sagrada, chismes de conventos, elucubraciones sobre las artes, las ciencias y las letras, amores y desgracias de pastores, poemas sacros, épicos, patrióticos: todo.
Es absurdo pensar que Silva hubiera podido escribir un libro tan espeso como De sobremesa sin su formación literaria, artística y científica, que era vasta y variada, y siempre al día, en una capital remota y triste de la provincia del mundo. La empezó en la buena biblioteca de su padre, y la continuó por el resto de su vida con una voracidad insaciable. Tenía una facilidad casi sobrenatural para los idiomas, y hablaba y escribía el francés, el inglés, el portugués y el italiano, y había empezado a estudiar el alemán desde antes de su viaje a Europa, porque siempre quiso leer en el idioma original. En español era sabio y fluido, pero un gramático subversivo, a juzgar por sus gerundios fuera de la ley, que deben haber causado la muerte a más de un académico.
También sería absurdo pensar que no tuviera una idea clara de lo que era una novela. Conocía bien a los más grandes, y había desmenuzado Guerra y paz, que tiene el aliento colosal de El Quijote, y a Madame Bovary, que llevaba ya más de treinta años soportando su fama de novela perfecta. Pero Silva andaba ya por otro lado. Cuando leyó A Rebours el libro de Joris-Karl Huysmans que fue el paradigma de una estética decadente también él se hizo la pregunta sobre su género literario, y su respuesta fue rotunda: Esta no es una novela . El juicio es interesante, porque A Rebours que Mallarmé le regaló a Silva en París cuando acababa de publicarse es sin duda el libro que más lo influyó en todo sentido para escribir De sobremesa, aunque solo lo mencionó de pasada. Rafael Maya señaló esta reserva como la prueba de una influencia que Silva quiso minimizar por demasiado cercana y evidente.
Lo curioso es que las dudas de Silva sobre A Rebours obedecían a las mismas razones por las que se duda de De sobremesa. Ni la una ni la otra tienen una estructura clásica ni una concepción convencional, y se demoran demasiado en disquisiciones científicas, filosóficas o políticas, farragosas e inútiles, y que en el caso de Silva no tienen nada que ver con la belleza diáfana de su poesía. Por experimentales y raras podría pensarse lo mismo de El lazarillo de Tornes a la que Dámaso Alonso citó como precursora del monólogo interior de nuestro siglo o de Rayuela, la obra maestra de Julio Cortázar, precursora de algo que tal vez ha de ocurrir en las bellas letras del tercer milenio. Las mayores diferencias entre todas ellas son estructurales. Es decir: técnicas. Es decir: formales. Es decir, en fin: maneras distintas de contar las mismas cosas que en todas partes y en todo tiempo le suceden a la gente. Pero a todas como en las de Lope de Vega, y al fin y al cabo en la vida misma lo que las hace más válidas no es lo verdadero sino lo verosímil.